lunes, 11 de agosto de 2014

Primeras Impresiones XXXI

Kurako se dirigía al dôjo cuando casi se da de manos a boca con el General Hida Nakao en persona. Era éste un hombre enorme, fornido, lleno de cicatrices, con largos bigotes que caían luengos a ambos lados de una boca amplia y generosa. Con una fiereza inmensa propia de los guerreros del Muro, le hizo sin embargo una inclinación y le pidió disculpas.

-Iie -respondió ella con una leve sonrisa. No sabía el porqué, pero le simpatizaba aquel inmenso hombretón de modales poco elaborados y brusca amabilidad. Quizás por la forma inconsciente en que había insultado a la sensual y retorcida Candidata Escorpión; aquello había hecho que a la León le gustara instintivamente-. Yo iba distraída, General. Aceptad mis disculpas.

-¿La perfección pide disculpas al tosco muro? Amateratsu velará sus ojos ante tamaño sinsentido -sonrió él levemente.

-El muro es grande y fuerte, y detiene al enemigo -repuso ella devolviéndole la sonrisa con más sinceridad de la que ella misma esperaba-. Y yo no soy la perfección. Gracias por el cumplido, General Nakao...

Él se iluminó como un niño ante un regalo inesperado, y ella tuvo que contener su regocijo, un regocijo natural e inesperado. Llevaba demasiados días enfuruñada, se percató, incluso algo deprimida por la falta de atención del Emperador. Sintió algo de alivio teñido de agradecimiento por poder escapar de aquel estado de ánimo. Miró atentamente al general Cangrejo, pensando que a su padre le gustaría que trabara amistad con un hombre de carrera tan admirable como él.

Tras ellos, pasó dando tumbos Komori Tanaka, demudado y blanco como la cal. Kurako se giró para verle pasar, y se llevó una mano a la boca: el maduro Murciélago tenía los ojos perdidos de alguien seminconsciente. Tropezó y cayó al suelo.

-¿No es el acompañante de la Candidata Murciélago? -musitó la joven Akodo, para sí. Se inclinó hacia él. No estaba herido, y sin embargo parecía sufrir algún tipo de ataque, temblando espasmódicamente.

-¡No lo toquéis! -le advirtió el General. Ella le dedicó una mirada de enojo.

-Onegai -dijo cortante-. No soy estúpida. No iba a tocar a un posible enfermo, no antes de que un sanador...

-Iie. Iie, onegai... -la voz del Komori sonó entrecortada, casi como si se ahogara-. Onegai, estoy... estoy bien. No es nada, sólo... Estoy bien. Arigatô, Akodo-sama, Hida-sama... Onegai, dejad que... ya estoy bien -se puso en pie con dificultades, trastabillando, pero decidido. Aquella espantosa palidez había remitido ligeramente, y parecía capaz de fijar la mirada en sus dos interlocutores, aunque no parecía estar en plena posesión de sus facultades.

El Cangrejo y la León se miraron, y luego ella preguntó gentilmente:

-¿Estáis seguro...? No parecéis...

-Estoy bien -repitió él, tozudo-. Onegai, no permitáis que mi malestar os impida seguir vuestras rutinas. Sólo ha sido un vahído. Descansaré y en unas horas estaré mejor. Os agradezco vuestra preocupación -hizo una rápida pero profunda reverencia antes de alejarse, inseguro pero rápido sobre sus piernas.

Kurako bufó.

-¡Clanes Menores! Sólo traen problemas -musitó, enfadada.

***
El paso del Shogun al volver a las estancias del Emperador fue lento, casi arrastrado. Se preguntaba qué había retenido a Naseru tanto tiempo; casi había aparecido al final del breve pero sangriento encuentro. Por poco no había llegado, cosa que podría haber desequilibrado el encuentro a favor de los atacantes. Ahora, afortunadamente, nada tenían que temer. Los discretos Eta retiraban los cuerpos que un Magistrado de confianza revisaría junto con Sezaru.
 
No era habitual en el más joven de los hermanos llegar tarde.
 
-¿Se puede saber qué ha pasado? -le dijo, frunciendo tormentosamente el ceño. Aunque Naseru y Kaneka se habían reconciliado tras la muerte de Tsudao, no por ello era todo miel sobre hojuelas entre ambos.
 
-Estaba en mi jardín privado. Di orden de no ser molestado, y hasta que no me llegó el aviso de Sunetra no supe del ataque -repuso fríamente Toturi III.
 
Sunetra... la guardaespaldas Escorpión del Emperador. Ahora que se fijaba, no había estado presente durante el altercado, lo cual en sí era una rareza. Naseru siempre era precavido, pues aunque era también bushi, el hecho de que su entrenamiento principal fuese como cortesano suponía una relativa desventaja ante situaciones bélicas. Kaneka iba a decir algo, cuando otro hecho le sorprendió. Al abrir las puertas, se encontró con nada más y nada menos que Usagi Makoto. Vestía tan solo un sencillo yukata de algodón de color jade, como recién salida de los baños imperiales y la preocupación nublaba sus expresivos ojos castaños. Hizo una reverencia ante Naseru, y luego miró a Kaneka.

-¿Kaneka-sama? -preguntó ella, como si fuese extraño verle en las habitaciones de su propio hermano. Luego volvió la mirada hacia Naseru, que lucía un feo corte en la cara-. Oh, Kamis. Hay que llamar a Sezaru-sama...

-Estoy aquí -Sezaru entró y la joven se apartó para permitirle situarse junto a Naseru y curarle. Kaneka sintió que las palabras se le atascaban en la garganta mirando a la muchacha, que aparte de lucir un aspecto realmente hogareño, era una visión totalmente asombrosa. Sin embargo, ni el Emperador ni su Voz parecían particularmente sorprendidos. El Lobo murmuró algo y una cálida y curativa luz brilló en sus manos, cerrando la herida de Naseru. Si no hubiese sido porque por conveniencia les interesaba conservar en secreto el ataque, tal vez no hubiesen curado aquel corte, que era más escandaloso que realmente peligroso. Kaneka esperó su turno. Dos flechazos en hombro y espalda le restaban movilidad en el brazo. El Shugenja no malgastó mucho tiempo y fue efectivo y rápido.

Y Makoto no era una visión suya. Kaneka volvió a mirarla, frotándose los ojos. Nada. Seguía allí, con gesto preocupado.

-¿Sezaru-sama..? -musitó la joven, y se precipitó hacia él.

El Shugenja se había apoyado en la pared, y se había ido deslizando lentamente hasta el suelo. Un rastro de sangre dejaba claro por qué estaba perdiendo sus fuerzas.

Habían herido al imbécil, y no les había dicho nada, ni siquiera había pensado en curarse.

-¡Kaneka-chan! -la Usagi volvió su rostro angustiado hacia él-. ¡Busca a un sanador, onegai...!

El Shogun no se hizo rogar y salió corriendo. Los interrogantes podían esperar a más tarde.

El sonido de la máscara de Sezaru al rodar por el suelo, caída, puso alas en sus pies.

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